Hay momentos en los que la gente nos para el tiempo. Sentimos que el aire ya no hincha nuestros pulmones y, en los casos extremos, el corazón deja de latir durante unos segundos. Todo se ha parado en ese momento y lo único que nos preguntamos es: «¿Por qué?» Cuando esto pasa por algo que nosotros mismos consideramos como algo bueno, deseamos seguir así, sin la necesidad del aire o de los latidos del corazón porque nos sentimos demasiado a gusto al olvidarnos de nuestro propio peso. Pero cuando es algo malo, nos sentimos pesados, nos ahogamos aunque sólo hayan pasado unos segundos y es como si incluso respirar doliera, y sin embargo tenemos que hacerlo si queremos vivir. Todo se para demasiado tiempo y nos duele como si nos estuvieran dando una paliza entre veinte de la que no podemos defendernos y no podemos hacer nada más que mantenernos en pie. Y cuando todo acaba, cuando ya sólo nos queda respirar con normalidad tumbados en el suelo, sigue doliendo, y hacemos que todo vuelva a nuestra mente a velocidad normal. Cuando todo va bien, deseamos que no se acabe nunca; inevitablemente la idea de no necesitar todo un mecanismo complejo para vivir, nos atare. Cuando las cosas van mal, deseamos que pase rápidamente, que deje de dolernos para poder vivir con todo ese complejo mecanismo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario